Santiago, 30 de octubre de 2019.-
¿Son las evidencias científicas suficientes para comprender la crisis chilena actual? Desde hace mucho tiempo las investigaciones académicas han arrojado pruebas suficientes de la desigualdad y han demostrado sus consecuentes malestares. Sin embargo, desde la academia hemos observado la realidad a través de lentes que reflejan sesgos, prejuicios y posiciones de poder que limitan nuestro acercamiento a diversas formas de experimentar esta realidad. Es el momento de ir más allá de la evidencia. Necesitamos reflexionar sobre las relaciones con las personas, instituciones, intereses, cuerpos, territorios y espacios sobre las cuales producimos el conocimiento.
Incansablemente hemos buscado evidencia científica para comprender los fenómenos que suceden en el país, generando datos y cifras para explicarlos. Pero no se trata solo de contar con datos, lo importante es cómo los interpretamos, qué preguntas le hacemos a las cifras. Acaso, ¿no eran evidentes las injusticias que viven las personas en Chile? Eran claras las demandas de los estudiantes por una educación de mejor calidad, las exigencias de los allegados por tener viviendas más cercanas a sus redes sociales, el deseo de los habitantes de la periferia por ciudades menos segregadas, la necesidad de mejoras al sistema de salud pública y a las jubilaciones, entre otras que se han expresado durante años. La implementación del Transantiago en el 2007 profundizó la idea de que el sistema de transporte público era un aspecto fundamental en la vida cotidiana de los habitantes de Santiago y ¿qué pasó?
La Teoría del Punto de Vista -que se desprende de la teoría feminista- plantea que el conocimiento surge de la posición social que cada uno ocupa. En este marco, explica que la ciencia tradicional no es objetiva, pues es regentada habitualmente por hombres blancos de la élite científica, que no reconocen otras maneras de pensar, particularmente, la de las mujeres. No obstante, esto puede ampliarse a todas las formas de conocimiento presentes en una sociedad: la indígena, la no metropolitana, la de las/os niña/os y adultos mayores. Lo anterior implica aceptar que no todos los conocimientos que se presentan como “expertos” son necesariamente objetivos, puesto que la objetividad se encuentra en el reconocimiento del punto de vista desde donde se emite.
En estos momentos en Chile, nos parece fundamental reconocer que los saberes no son solo propiedad de los especialistas, sino también de las comunidades y sus diversos habitantes. Solo si las/os académica/os co-construimos y re-construimos nuestros saberes reconociendo estos “conocimientos situados” como fuentes legítimas de conocimientos y luego buscar las formas para su mediación. Esto nos permitiría situarnos desde nuestras realidades. Este imperativo epistémico y, por lo tanto, político, nos exige reflexionar en torno a las relaciones que debemos generar para producir estos conocimientos y también comprender nuestra realidad en sus expresiones particulares.
Así, esta necesidad de situar nuestros conocimientos implica no solo salir a la calle y capturar datos cualitativos para luego “devolver” los resultados a las y los participantes de las investigaciones. Se trata de construir otro tipo de relaciones en torno a la generación de conocimientos. En Chile, por ejemplo, hemos normalizado las alianzas con empresas privadas no solo en el ámbito de la investigación aplicada -donde estas relaciones son explícitas y, muchas veces, necesarias- sino que también en otras formas de producción de conocimiento que dan cuenta de una posicionalidad (desde donde se habla) que no siempre se revela. Necesitamos más relaciones con comunidades (entendidas en un sentido amplio) y menos con las empresas privadas y asociaciones gremiales.
Por otra parte, el proceso que se nos avecina como país requiere que las/os investigadoras/es nos situemos en nuestra realidad y pensemos por nuestra cuenta. Mientras los políticos hablan del modelo sueco, alemán o finlandés, en muchos espacios de la academia también se buscan modelos de análisis creados para otras realidades específicas, que se toman como universales y se aplican a la investigación mediante una generalización cuestionable. Lo que el imperialismo académico oculta es que todos esos modelos y conocimientos fueron situados en su momento (en Suecia, Alemania o Finlandia), no obstante, nosotros los experimentamos como saberes universales, sin territorios ni sociedades específicas. Esta actitud es parte central de nuestra condición colonial. En efecto, situar nuestros conocimientos también es un ejercicio de descolonización que nos permite buscar las soluciones desde nuestro pensar y nuestro ser.
Nuestra invitación es avanzar hacia un tipo de práctica académica que permita producir conocimientos situados para enfrentar los desafíos que se han liberado en días recientes. Mirar menos los indicadores OCDE -por decirlo de una forma general- y más las formas en que las personas concretas construyen sus existencias, día a día, en distintos territorios.
Autores:
Paola Jirón (U. de Chile).
Walter Imilán (U. Central).
Juan Antonio Carrasco (U. de Concepción). Alejandro Garcés (U. Católica del Norte).
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