Ana, una mujer afrocolombiana, lleva cinco años viviendo en Chile junto a su familia. Se desplaza por su barrio en el centro de Santiago con un carrito de comida típica de su país. Se ubica a la salida de una estación del metro, vende todo el día, todos los días de la semana. Conoce a sus vecinos chilenos, convive diariamente con ellos, quienes en ocasiones la ayudan con el carrito. Ella, los retribuye con arepas y deditos de queso.
En la calle, donde se ubica junto a otros vendedores ambulantes, Ana es muy valorada, ya que en ocasiones la acompaña su hijo menor, quien vende con ella y avisa cuando vienen inspectores a sancionar al comercio informal. En la vida de Ana, en los encuentros cotidianos cara a cara, hay diálogo permanente con sus vecinos, con sus compañeros ambulantes –con quienes comparte el espacio de la calle–, y con las personas que le compran arepas. Sin embargo, cuando ella recurre al centro de salud o hacer un trámite en la municipalidad, pierde este reconocimiento. Pareciera que su color de piel y acento establecen una frontera que la aísla, que niega su existencia.
Los desplazamientos humanos, las migraciones, son una constante histórica que se desarrolla y adquiere determinadas características, dependiendo de los diversos momentos y lugares en donde ocurre. La llegada de las personas migrantes supone un ejercicio de encuentros y desencuentros, pues es una figura social que habitualmente nos parece extraña y diferente. Producto del conocimiento de ideas, prejuicios y convicciones que se tienen de ellas, y de las implicancias sociales y políticas que conllevan esas ideas –y no los propios migrantes–, construimos socialmente una imagen, un “otro” con el que nos relacionamos otorgando diálogo, negación o aislamiento.
La pregunta entonces es: ¿cuándo otorgamos diálogo, negación o aislamiento? Hoy en las ciudades de Chile nos encontramos a diario con una importante diversidad urbana. Estas diversidades coexisten en las calles, en el transporte público, en los parques y plazas, sin embargo, con más frecuencia nos estamos aproximando a formas de relacionamiento con esta diversidad migrante a través de la negación y el aislamiento, restringiendo su acceso a derechos.La construcción social de quién es el inmigrante a través de los discursos políticos, reforzados por las imágenes de la prensa y redes sociales, han instalado una noción de amenaza, de invasión aterradora, como señala Bauman en su libro Extraños llamando a la puerta, que presagian el desmoronamiento y desaparición de un modo de vida que conocemos, practicamos y apreciamos.
Las nociones del “otro” asociado a la precariedad y exclusiones conectan rápidamente con la problemática económica, política, social y con los campos emocionales en torno a los sentimientos del miedo, incertidumbre y desconfianza. Los posicionamientos que derivan de estas experiencias sociales han dado lugar a la creación de categorías como el extraño, el forastero y el inmigrante. Figuras que nombran formas estereotipadas de otredad y orientan el análisis de las identidades colectivas y los sentidos de pertenencia a una comunidad. Es a través de los discursos, de las ideas y de las experiencias cotidianas que se construye al “otro”, que si bien desde esta perspectiva no se afirma que las diferencias sean puramente ficticias o irreales, sino que dependen fundamentalmente de las propias definiciones de la realidad, en el cómo construimos comunidades inclusivas y respetuosas de las diferencias, en las que prima el diálogo antes que el aislamiento y la negación.
Se trata entonces de entretejer un lazo social, con la noción de diferencia, crear nuevas formas de reconocimiento que conecten con los derechos, como el derecho a la ciudad, a la movilidad o a la presencia de quienes han sido marginados a territorios dentro de la ciudad, teniendo en cuenta que, desde esos espacios, esos actores, los inmigrantes, son quienes están construyendo un nuevo modo de ciudadanía.
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